Llevaba una vida malsana, fumando demasiado, bebiendo en exceso, abusando de la carne roja y moviéndome apenas lo imprescindible. Mis ojeras eran ya un mal crónico, mis cabellos encanecían a toda velocidad y no recordaba la última mañana que había despertado con una erección. Escribía, escribía y sólo escribía, sin permitirme deslices mentales que me apartaran de mi novela. Los artículos que me demandaban del periódico, los despachaba en un santiamén, sin preocuparme en demasía por el contenido ni demorarme en piruetas estilísticas tan del gusto de los lectores. Descartaba las constantes ofertas que me hacían las productoras de televisión, daba largas a otras de la radio y mi vida social se reducía a escasas conversaciones telefónicas con mi editor. No vivía más que para dar vida a unos cuantos personajes y tejer una enmarañada historia que los entrelazara. Ninguna otra cosa me importaba.
Sólo cuando llegó el día que la versión definitiva de mi novela entró en la imprenta, pude por fin relajarme y respirar aliviado. Decidí que mi vida entraba en una nueva dimensión y tal acontecimiento se merecía una metamorfosis. Fui a la peluquería, me afeité con esmero, compré ropa nueva, libros y elegí un restaurante cercano a mi domicilio, por cuya fachada había pasado en incontables ocasiones. Le tenía fé, más como premonición que por razones objetivas, así que a las nueve allá me presenté, vestido con mis mejores pilchas, empapado en perfume y con los zapatos relucientes como si fueran de charol. Siguiendo una tradición, busqué una mesa pegada a la ventana y pedí un buen vino tinto mientras llegaba la comida. Tras un pequeño sorbo, y aseverar con la cabeza ante la atenta mirada del mozo, dediqué unos instantes a escudriñar el local y la fauna humana que se había congregado. Ni la decoración ni los especímenes reunidos despertaron en mí mayor interés que el que pudiera tener un experimentado entomólogo ante la visión de una mosca común. Paredes lisas pintadas de blanco con cuadros que pretendían parecer abstractos, lámparas con cristales de colores y unas cuantas mesas ocupadas por matrimonios maduros que hablaban entre susurros. Nada del otro jueves, y estábamos a martes.
Cuando terminé de cenar, me demoré con un whisky y diversas especulaciones sobre ésa mujer: ¿Qué hacía semejante bombón cenando sola un martes por la noche? ¿se sentó a ésa mesa esperando que yo hiciera algo? ¿vendría a menudo buscando compañía masculina?. Sea como fuera, siempre fui un hombre de impulsos excéntricos y confianza en la palabra escrita así que, arranqué una hoja de la libreta que siempre llevaba en la chaqueta y garabateé lo siguiente:
SOY EL FLACO DE LA MESA DE ENFRENTE; ÉSE CUYA MIRADA ESQUIVASTE DURANTE TODA LA CENA.
SIN DUDA TENÉS A UN MONTÓN DE TIPOS MEJORES QUE YO INTENTANDO DARTE CAZA PERO, POR SI ACASO, Y CONFIANDO EN TU CURIOSIDAD O ALGÚN GENEROSO GUIÑO DEL AZAR, TE DEJO MI TELÉFONO: ************ . PODÉS LLAMARME A CUALQUIER HORA Y SINO, VOY A ESTAR ACÁ, MAÑANA A LA MISMA HORA.
C.
* Dedicado a la rosarina que me mandó ésta canción.