viernes, 28 de marzo de 2008

Cuando menos lo esperas pero, más necesitas

Por aquél entonces, dejaba pasar el tiempo, los días, sin preocuparme por existir. Me sentía ligero, impermeable a aquello en que no quería pensar (prefería olvidar tristezas y no ofender a la vida), flotando en enormes nubes oníricas alimentadas por el alcohol y la marihuana. Era un hombre libre, desposeído, que lo había ido perdiendo todo a lo largo de mis poco más de cuarenta años de existencia. Divorciado, con un hermano viviendo a miles de kilómetros y sin más parientes, mi única responsabilidad pasaba por escribir para el periódico que me publicaba y permitía subsistir. No tenía otras necesidades que las fisiológicas y mis ambiciones reposaban en cadáveres de novelas apilados en algún oscuro cajón de mi escritorio. Me acometía una terrible fatiga las cada vez más espaciadas ocasiones en que me propuse retomarlas y mis juveniles recuerdos de trascendencia eran algo tan lejano como el último “te quiero”. Vivía con los sentidos aturdidos y asistía a mi cotidianidad como un espectador silencioso.

En esa tesitura metafísica, de plenitud de la nada, me hallaba cuando un sobre, llegado a la redacción, cambió mi vida. Tamaño folio, marrón claro y con redondeada letra femenina, color negro, garabateando la dirección del periódico y mi nombre. En el Remite unas iniciales para mí desconocidas: S.A.L. Al abrirlo, cuatro finas hojas de papel conformaban una carta, rematada con las tres letras mayúsculas a modo de firma y una dirección de correo electrónico. No voy a revelar su contenido pero sí en qué derivó este suceso, aparentemente tan habitual e inócuo, como que alguien que trabaja en un periódico reciba correspondencia de lectores. Me casé con ella, con Silvia, escribí una novela por año (4) y tuvimos un hijo cada dos.

Con esto, pretendo alentar a aquellos cuya vida siempre se ha quedado corta con respecto a su imagen ideal, porque las desventajas cambian merced al destino y porque, como escribió alguien que no fui yo: “La vida es tantas cosas y la mitad nadie las sabe”

martes, 25 de marzo de 2008

Ya llega

Despedido de su trabajo, tras la compra de la empresa por un grupo industrial alemán, sobrevivía cobrando la prestación por desempleo, devorando libros y comiendo comida enlatada. Apenas se duchaba un día de cada cuatro, no se peinaba y las camisas tenían cercos de suciedad en el cuello. Sólo se adecentaba cuando acudía a su librería habitual en busca de libros, una de las escasas salidas que se permitía aparte de las necesarias para el avituallamiento de su despensa y sus diarios desayunos en la cafetería de la esquina. Las noches, las pasaba leyendo en la cama, con constancia febril, como si gracias a ésas páginas pudiera adquirir un conocimiento, que más que ver con la cultura, estuviera relacionado con tener una experiencia más intensa de la vida. Tenía que estar preparado para cuando llegara su momento, ése punto de inflexión al que tenía la certeza se abocaba su existencia, y demostrar a todo el mundo de qué pasta estaba hecho. Atrás quedarían los “Fíjate en tu hermano, ése te enseña”, “eres un inútil, no tienes ambición ninguna” “otros a tu edad ya tienen su vida hecha” con los que su madre le hería (lástima que ella ya no esté para verlo), las frustraciones, las contenciones y las humillaciones soportadas estoicamente. Nada sucede por casualidad y ése despido tenía que ser una señal de lo que le depararía el futuro, ése algo que llevaba esperando desde siempre y que temía pronunciar con supersticioso temor…………. Otra vida.

viernes, 21 de marzo de 2008

Resignado

Estaba sentado a la mesa de un bar de calle Charcas. Lloviznaba, por la calle los vehículos circulaban cansinamente arrastrando una molesto contagio de bocinas y su cerveza amenazaba con calentarse en el prolongado reposar en la copa. Con éste contexto y el local llenándose con la entrada de fugitivos de la lluvia, Jaime Tabori pensaba en la vida y en un posible orden que, profundamente, anidara en ella esperando a que alguien lo descubriera. Desde luego, él no iba a ser el elegido. Tenía más de cincuenta años y su existencia hacía tiempo que había dejado de pertenecerle, como si una inicial contradicción en el planteamiento de los términos de la misma le hubiera encaminado en una inercia sin sentido ni finalidad alguna. Siempre que se adentraba en profundas reflexiones, terminaba pensando en sus padres. Antal Tabori y Erica Farkas, habían llegado a la Argentina huyendo prematuramente de la barbarie que años más tarde sumiría a su país en gas y sangre. Ambos pertenecían a la burguesía de Budapest y coincidieron habitualmente con personajes como Ladislaw Biro (con quien se reencontrarían en Buenos Aires años más tardes), Zsa Zsa Gabor, Béla Zsolt o Antal Szerb, en la Hungría de primeras décadas del siglo XX. A Jaime, le gustaba recordar la elegante y sobria belleza de su madre o la cara que adquiría su padre cuando alguien, en virtud de su acento al hablar en castellano, lo creía alemán. Ellos se tuvieron el uno al otro, y un único hijo que, incapaz de imitar ese equilibrio emocional no logró casarse ni formar una familia en vida de sus progenitores, como si en su subconsciente hubiera anidado una fuerza que le arrastrara a un deseo de fracasar, de aspirar a no trascender y divergir, dolorosamente de las expectativas en él depositadas. Ahora, cuando ya no debía demostrar nada a nadie y su vida le arrastraba habitualmente hasta estos instantes, soportaba estoicamente las cuchilladas de la culpa y la memoria, mientras pegaba otro sorbo a su cerveza y repetía para sí “Es lo que hay”.

lunes, 17 de marzo de 2008

Carta a la deriva

Hace escasas fechas, impulsado por mi naturaleza excéntrica, algún indefinible afán de notoriedad, un incierto deseo de que sucediera algo, la pura vanidad o seguramente por un cóctel de todas estas causas, escribí y envié una carta al reconocido periodista, humorista, presentador de tv y locutor de radio argentino Jorge Guinzburg (Z’L). Nunca le llegaría, porque el entrañable comunicador falleció, como consecuencia de una antigua afección pulmonar, antes de recibirla.

Madrid, 6 de marzo de 2008

Sr. Jorge Guinzburg:

Recién regreso de unas plácidas vacaciones por mi natal Buenos Aires, ciudad que siempre me atrapa, y durante las semanas allí vividas, no puede evitar encender el televisor en varias ocasiones. No soy un gran amante del medio televisivo porque me parece que se perpetra con ahínco en su papel de perverso multiplicador de perversas conductas en lugar de embarcarse en una función más educativa, didáctica y lúdica (me refiero, obviamente, en términos generales). Sentado ante la pantalla contemplo programas donde la inteligencia es una variable despreciada y en los que se opta por la senda del morbo artificial y gratuito o el conjuro de la frivolidad y el esperpento. Encuentro que la televisión es un soporte de mucha mayor valía que la que se le otorga y, de alguna manera, se desvirtúa o contamina su poder sobre la gente. Estoy convencido de que se pueden elaborar programas de calidad aptos para todo tipo de público, y entre estos considero que se encuentra el que usted conduce: “La Biblia y el calefón”. Creo, sinceramente, que es mérito personal suyo y es algo que reluce a la vista de su despliegue verbal, con un ingenio y una agilidad de pensamiento que provoca la sonrisa una y otra vez en quienes lo vemos.
Por otro lado, las series actualmente en emisión en la televisión argentina, me decepcionaron casi por completo. Realizadas, muchas de ellas, en tono de comedia, se quedan a medio camino, sin provocar demasiada gracia y manejando unas claves de humor poco eficientes. Me parecieron que su calidad está por debajo de las españolas aunque aquí, tal vez para compensar, no contamos con periodistas televisivos que desplieguen su talento (el de usted).
Con frecuencia, me pregunto de dónde sacan las cadenas televisivas a los supuestos creadores de sus productos, porque intuyo que los buscan en lugares equivocados. Es una apreciación personal, desde fuera y acaso sea errónea, pero así lo pienso realmente. A mí, me resulta bastante extraño que personas bien remuneradas, encerradas durante horas en un despacho, no sean capaces de parir mejores frutos.
En fin, sin ánimo de haber parecido un pedante o despreciativo con nadie, pongo fin a esta carta, escrita bajo un impulso excéntrico (la excentricidad me parece un bien que cotiza a la baja, lo cual creo es un gran peligro para el mundo actual, ya que la misma anida donde la fuerza mental, de carácter y el valor moral), no sin antes felicitarle por su actividad profesional y las buenas sensaciones que ésta nos provoca.

Un cordial saludo

Carlos Paredes Leví

PD: esperando que no me tome por un desubicado sino por un excéntrico, le envío algunos textos de los que edito con asiduidad en mi blog (http://www.tujes.blogspot.com/) por si en uno de esos domingos maricones, por ejemplo, el tedio le empuja a leerlos.

jueves, 13 de marzo de 2008

Simultáneo

Con una copa de oporto en la mano y mirando reflexivo el horizonte de casas bajas y edificios no muy altos que daban cuerpo y color al barrio de su infancia, Fortunato se aferraba a la suposición de que el universo tiene un fin preestablecido y nada ocurre por mera casualidad. Convencido determinista, había desistido en su afán por predecir los acontecimientos de su vida en virtud del análisis de supuestas señales que rara vez conseguía distinguir. Eso quedaba para los visionarios y él, fuera del manejo de las palabras, no gozaba de dotes de taumaturgo, aún cuando algunas mujeres quisieron convencerlo de lo contrario. Si así fuera, mejor le habría ido y no se habría enamorado de la Innombrable, enviudado de su primera esposa y separado de la segunda.
Ahora, las ruedas del Destino lo habían traído de vuelta a su querido Buenos Aires, donde esperaba poder volver a escribir, poner su alma en barbecho y adquirir los mecanismos de defensa necesarios para no volver a sucumbir a perturbaciones morbosas como las que le hicieron recaer con la Innombrable y destrozar su matrimonio. Echaba de menos a Gabriela, los niños y los perros pero sabía que lo mejor para todos era este alejamiento obligado. Estaba mutando y sólo esperaba que no terminara convirtiéndose en un monstruo. Por eso, por miedo, buscó refugio en un lugar conocido, dónde sus padres se habían establecido escapando de Mussolini y dónde él había nacido, para que le sirviera de sustituto afectivo a lo que acababa de perder.
Hacía cuatro meses que había aterrizado y, desde el principio, las cosas marcharon de modo inesperado. El reencuentro con viejos amigos, la ansiada lectura de libros que en Europa no conseguía y los cotidianos paseos por calles anheladas desde la lejana Italia, fueron factores que ayudaron sensiblemente a exorcizar el desasosiego y la soledad, reconciliándolo con la vida y permitiéndole colorear un cuadro existencial que pintaba oscuro. Pero, por encima de todos y adquiriendo una creciente influencia en la vida de Fortunato, se alzaba Lucía, Lucía Pruss, a quien había conocido hacía seis años, tras una conferencia que le tocó dar en la Facultad de Filosofía y Letras en el curso de un viaje promocional por Argentina. Desde entonces hasta ahora, sólo se habían visto en un par de ocasiones. La primera, en Italia, cuando ella lo visitó durante unas breves vacaciones y la segunda nuevamente en Buenos Aires, donde él había acudido a la presentación mundial de una de sus novelas. A lo largo de esos seis años, mantuvieron un irregular intercambio de mails y ocasionalmente se cruzaban alguna carta. Nada hacía presagiar el derrotero que estaba tomando su amistad, aún cuando sentían una pulsión interior que les empujaba a una mayor intimidad. De poco servía que la envolvieran con una vaporosa cautela, como si quisieran convencerse de que no podían permitirse “equivocaciones”, porque su relación avanzaba sin fricciones, sin juicios ni sentimientos de culpa. Él la invitaba todos los viernes a cenar en su casa y, en coche, la devolvía a su domicilio de madrugada. Al día siguiente ella reaparecía temprano, desayunaban juntos y se acurrucaba en el sofá a leer algún libro mientras él se demoraba en la cocina elaborando algún elaborado plato de cocina italiana. Los domingos, desayunaban fuera y tras pasear por algún parque y comprar libros, descubrían nuevos restaurantes. Esta rutina, afianzada en el fin de semana, pronto se vió amenazada por la urgencia y la necesidad de verse más a menudo, pasando a convertir el binomio café y paseo en un ritual de imposición casi diaria. Sólo les faltaba el sexo pero, ya llegaría, porque su cacareado “Somos amigos” nadie lo creía.

Aviso: Este post está publicado en simultáneo. La otra versión de la historia puede leerse en LALUZ

Otros posts relativos a Fortunato Archevolti, fueron publicados en las siguientes fechas:
25 de abril del 2007, 20 y 28 de mayo del 2007, 11 y 25 de junio, 24 de julio, 9 de agosto, 3,5 y 18 de septiembre, 14, 20, 23 y 27 de ocubre y 14 de noviembre de 2007.

domingo, 9 de marzo de 2008

Pasado por agua

Caminé hacia la ducha semidormido y resacoso, abandonando la insana penumbra de mi cuarto. La oscuridad y los densos vapores de alcohol y tabaco retrocedieron al abrir la ventana y levantar la persiana, dejando paso a una poderosa bocanada de aire fresco y un agradable olor a tierra mojada. Afuera llovía con insistencia y el cielo mantenía un tono plomizo, conformando un conjunto que, lejos de entregarme a la melancolía, me provocaba una moderada alegría y una creciente efervescencia existencial. Me gustaba la lluvia, desde niño, y a estas alturas de la vida pocas cosas son las que cambian. Tras bañarme, tomé un café bien cargado y tres aspirinas notando al instante cómo mi cabeza se despejaba y los músculos aceleraban su respuesta a mis órdenes.

Un cuarto de hora más tarde ocupaba una mesa, arrimada a un ventanal, en un Café cercano a mi domicilio. El local, contrarrestaba su aspecto decimonónico, de aires añejos y pretensiones palaciegas, con afiches de representaciones teatrales y retratos de estrellas del celuloide. A mí me gustaba el sitio, porque, además de tranquilo, me permitía deleitarme en especulativas elucubraciones sobre los eclécticos personajes que por él transitaban.
Siguiendo una costumbre que me hacía evocar a personajes borgianos, pedí café con leche y croissant (a falta de medialunas…..) y me senté con mi ordenador portátil, mi pluma preferida, una libreta y ganas de escribir.
Llevaba un buen rato repasando los pasajes de mi nueva novela, escritos la noche anterior, cuando un par de tipos ocuparon la mesa contigua. Su acento porteño los delató al momento, despertando en mí un interés inmediato. Por desgracia, su conversación derivó hacia cuestiones pragmáticas sobre el pago del alquiler, domiciliación de gastos y otros similares, hiriendo mortalmente mis expectativas de escuchar interesantes opiniones sobre fútbol, mujeres o literatura (temas que los argentinos manejan con soltura y entendimiento). Sumada la decepción a mi nula inspiración creativa, me decanté por fumar y mirar por la ventana. Me entretuve un buen rato mirando a la gente correr, con la absurda creencia de que al hacerlo se van a mojar menos, los coches detenidos ante el semáforo cercano y un collage anodino de paraguas de distintos tamaños. Ensimismado en la observación estéril de panoramas repetidos en días análogos, un ruido de sillas me hizo volver la cabeza hacia el interior del local. A pocos metros de distancia, una belleza morena se abría paso hasta la única mesa que quedaba libre. Se sentó, hizo su pedido a la servicial camarera y comenzó a leer el libro que llevaba. La observé con interés, seducido por el atractivo de su tez bronceada, sus finos rasgos y un cuerpo lleno de ondulaciones que predecían placeres concretos. Debía tener treinta y pocos, aunque aparentaba cinco o seis menos. La cacé varias veces mirándome. Mi sonrisa de macho complacido enseguida se vió empañada por la culpa y el recuerdo de unas palabras que la mujer que quiero me había dicho tras comentarle, en cierta ocasión, que iba a quedar con una conocida para tomar unas cervezas: “cuidado, gallego”. Dos palabras y una seria e inútil advertencia. Como no podía ser de otra manera, la culpa venció fácilmente, y abandoné el Café, sintiendo en mi espalda el peso de la mirada de ésa morena que sospechaba no había ido a leer. La lluvia había arreciado y parado ante la puerta recordé otras palabras que también me había dicho: “desde que te fuiste, no paró de llover”. No llevaba paraguas pero me daba lo mismo mojarme. Su ausencia me calaba más hondo……….y ya iba para dos meses.

jueves, 6 de marzo de 2008

IF

Era uno de esos días calurosos, en los que el sol pegaba como si le debieran dinero, la camisa se adhería a la espalda y los calzoncillos se arrugaban con terquedad en torno a la parte alta de los muslos. Por las calles apenas transitaban vehículos o personas y el asfalto exhalaba un ligero humo con tufo de alquitrán. Así estaba la tarde cuando Israel Fuks decidió abandonar su domicilio, indiferente a los rigores de una canícula potenciada por la humedad, con su peculiar andar de mano derecha en el bolsillo y las piernas marcando las dos menos diez. Cuando pasó frente al ventanal del Café en que yo consumía la tarde escribiendo y tomando cervezas, levanté el brazo y le hice señas para que entrara. No puedo decir que fuéramos amigos del alma pero nos conocíamos desde chicos y habíamos coincidido tanto en el colegio judío como en la sinagoga los sábados. Eramos dos buenos muchachos de la Cole (algo más que muchachos, porque hacía más de una década que habíamos pasamos de los ventiocho, edad según algunos, en la que se abandona tal condición para convertirse en señor) a los que la vida y la fortuna habían tocado de desigual manera. Él, había heredado una fábrica textil de sus padres y había sido agraciado con una importante suma en la lotería. Para compensar, y como buscando un imposible equilibrio, su mujer había fallecido en accidente automovilístico hacía unos años, cuando estaba embarazada de siete meses. Desde entonces, y ya iba para medio lustro, Israel parecía regodearse en la autocompasión y una resignada soledad no exenta de resentimiento.
- ¿qué hacés con este calor por la calle? – le pregunté cuando lo tuve delante
- Nada, salí a pasear…..
- sentáte y tomá algo
Obedeció y pidió lo mismo que yo, o sea, cerveza.
- Hace mucho que no te veía. Bueno, en realidad, hace mucho que no veo a nadie……..¿seguís escribiendo? – me preguntó
- Sí, qué remedio……estoy ultimando un artículo para el periódico, dándole duro a mi próxima novela y colaborando con un guión de cine…..también me salió una cosita para televisión….
- Eepa, vas a morir de éxito, flaco
- De éxito no, de agotamiento
- ¿y a vos? ¿cómo te va con la fábrica?
- Pse, los asiáticos nos están jodiendo……a la gente sólo parece importarle el precio y no la calidad….todo lo que ellos fabrican es schmate pero les da lo mismo…..fijáte cómo va la gente vestida y decíme si no da pena….ahora hasta los que tienen plata van como crotos…..es un desastre
- Y, sí………respondí por empatía y comprobando que, casualmente, ése día me había vestido decentemente
- De todas formas…..poco me importa…….
Siguió un silencio breve y difícil hasta que de repente me preguntó:
- ¿seguís casado con Sandra?…………se llamaba Sandra ¿no?
- Sí
- ¿Les va bien?
- Sí – respondí casi avergonzado
- Tenían un hijo ¿no?
- Ahora tengo dos, un nene de seis y una nena de uno y medio
- Te felicito
- Gracias - le dije, sintiendo una punzada de culpa
Entonces temí que me dijera algo del tipo: “el mío ahora tendría casi cinco”, así que decidí cambiar de tema, por temor a sus palabras o al silencio. En eso andaba pensando cuando sonó su celular. Se levantó de la mesa y caminó hacia el fondo del local para hablar. Cuando regresó, apenas un minuto después, se despidió de mí con un enérgico apretón de manos.
- Me tengo que marchar…….me alegro de haberte visto – me dijo
- yo también
A través del ventanal lo vi parar un taxi a la puerta del local y saludarme con la mano y una sonrisa franca antes de montarse al vehículo. No sé quién le llamó ni hacia dónde se dirigía pero nunca llegó a destino; su taxi fue embestido lateralmente por un camión en un cruce e Israel murió en el acto.
Cuando pienso en ese día, no puedo abstraerme de un halo místico presente en todos mis pensamientos, preguntándome cómo pude yo influir en la pauta seguida por los acontecimientos hasta el fatal desenlace, y el significado de habernos encontrado precisamente aquella tarde, tras años sin vernos. No tengo respuestas. Sólo preguntas, y la imagen de su sonrisa y su mano, despidiéndose de este mundo.

domingo, 2 de marzo de 2008

Dos Reinas



Regreso de mi natal Buenos Aires, con los paisajes de mi infancia arraigados en melancolías y el futuro envuelto en una nube de incertidumbre, fruto de mi trabada lucha con el destino. Llegué a las orillas del Plata motivado por el amor a una mujer y una ciudad , la curiosidad y la conciencia vacilante de cambiar de vida, y retorné con mis deseos diferidos en su realización. Ahora, mateo en silencio reflexiones metafísicas e intercalo la obsesiva idea de radicarme al otro lado del océano, en esa ciudad dónde lo impensable puede ocurrir a cada momento, donde Borges paseó sus cuentos antes de sentarse a escribirlos, donde una extraña fauna se exhibe infatigablemente por la calle Corrientes y donde, en sus arrabales, reside Ella, la que intuí amar antes de confirmarlo.
No sé cómo ni de qué manera, ni mi impaciencia va a cesar de apremiarme pero, me quiero enfrentar a lo imposible; la demostración empírica que al menos por una vez, a modo de excepción, el amor derrota a la vida. Nada hay peor que la frustración motivada por la pasividad, por no haber hecho nada por cambiar los acontecimientos de nuestra existencia y habernos rendido a la inercia de un vivir sin sentido, flotando en la alienación de los que no siente ni padecen. Quizás por todo esto fermentando en mi interior, acude a mi mente un párrafo del gran Elie Wiesel: “A mí tan sólo me gusta el hombre si quebranta su condición, si se opone a las barreras inmutables del pasado, del presente y del futuro, si posee la fuerza y el valor de imponer su voluntad al universo, a la muerte. A mí me gusta que el hombre sea fuerte; ellos lo prefieren débil, servil. Por eso me odian: fui un trastorno demasiado grande. Hice temblar las murallas en cuyo interior ellos defendían su cobardía”.
Mis callados mates se empapan de una creciente cólera interior que niega cobijo a las dudas, a la par que me preparan para la clarividencia y la audacia. Pienso en demasiadas cosas a la vez y me siento capaz de lograr un triunfo memorable contra el rigor de la realidad, sin considerarme por ello un romántico o un idealista sino más bien un individuo temerario que desprecia lo consciente.
Ante el planteamiento pragmático de ofertar mi pretérita experiencia como contable (hice todo lo posible por olvidar mis estudios de Empresariales) opongo tentar al azar. En algún lugar de aquella lejana orilla acaso alguien precise de mis servicios, de una mente lúcida y analítica, la lealtad de mis principios, un espíritu intuitivo y una cultura bien armada. Así que, mientras el azar se lo piensa, pongo la foto de Ella como fondo de pantalla y sigo mateando, en un silencio sólo roto por mi golpeo sobre las puertas que llamo.


PD: esto no es ficción.