El local era nuevo y estaba situado en pleno centro, en una zona frecuentada por artistas de medio pelo y bohemios decadentes. Pero yo no acudía a él por esto sino por las especialidades culinarias que ofrecía. Regentado y trabajado por argentinos, su reducida pero segura carta, me permitía la degustación habitual de empanadas de carne, milanesas a la napolitana o una ración de fugazza, a precios módicos y acordes con los horizontes de crisis que se asomaban inmediatos. Además, sus restringidas dimensiones encerraban, de continuo, a paisanos cuyo hablar melodioso me ponía nostálgico de vivencias pretéritas y celoso de su acento porteño.
Un buen día, el pasado martes 30 de septiembre para ser más concreto, me senté en uno de sus taburetes altos pegado a un ventanal a comerme una empanada y tomarme una Quilmes, con la culpa de ser Rosh Hasahaná y estar ahí sentado en vez de hacerlo, trajeado y perfumado, en uno de los bancos de la sinagoga. Pero no me iban las celebraciones y no me bancaba a determinados elementos de la Colectividad. Mientras mordisqueaba la masa caliente y rellena recién sacada del horno, reparé en la sugestiva presencia de una mina que acababa de entrar y hacía su pedido: una Quilmes, una empanada de queso con tomate y albahaca y otra de pollo. Tendría unos treinta y pocos, morena, tirando a alta, con ojos inteligentes, una melena oscura abundante con tendencia a la ondulación y una conjunción facial que le confería la etiqueta de “sumamente atractiva”. Vestía con un estilo canchero de pantalones Leví’s desgastados y sin cinturón, unos zapatos casi masculinos y una camisa blanca bajo una campera de cuero que evidenciaba su orígen argentino. Tras ojear el exiguo recinto, tomó asiento a una mesa cercana a mí y de su bolso, tan argentino como la campera, extrajo un libro y se puso a leer. No tardó en descubrirme observándola. Al principio, hizo caso omiso de mi involuntaria insolencia hasta que, dada mi insistencia, detuvo la lectura y se me quedó mirando, no con mala cara, pero sí demandando una explicación a mi actitud.
- perdoná, pero me quedé fascinado de que estés leyendo “El rufián moldavo”…..
- ¿sos argentino? – preguntó deduciéndolo de mis usos verbales
- sí, soy porteño….
- ajá...- asintió con la cabeza y añadió - ¿y por qué te sorprende tanto que esté leyendo a Edgardo Cozarinsky?
- porque es un libro que me gustó mucho y la mayoría de la gente que veo leer en el Metro o los bares….lee otras cosas….
- ¿A Best Sellers te referís?
- y a algo peor…..a porquerías
Sonrió y cerró el libro, gestos ambos que me empujaron a acercarme a su mesa.
- ¿te importa si me siento?
- para nada….
- Me llamo Carlos
- Yo, Alejandra
Presentados, charlamos un rato acompañando nuestras palabras de un par de rondas más de Quilmes y un milanesa compartida (son enormes) antes de despedirnos. Para entonces, yo ya sabía que su padre era urólogo, que había vivido toda su vida en Villa Crespo hasta su llegada a Madrid hacía tres años, que trabajaba en Publicidad, que vivía sola con un gato, que para Enero iba a cruzar el charco para ver a la familia, que tenía una hermana casada en Israel y que el Destino había sido generoso al ponérmela en el camino y sería muy cruel si me la apartara tan pronto……así que, antes de irme, fingiendo un compromiso familiar ineludible en virtud de disimular el deslumbramiento que me había producido y aparentar cierta mesura y moderación que se contraponía con la efervescencia que sentía, le pregunté con intención…
- ¿voy a volver a verte?
- Sí querés, sí - me dijo con naturalidad, como si la respuesta fuera obvia
- Que así sea, entonces – sentencié sin caer en la habitualidad de pedirle el teléfono o tener que ofrecerle el mío – chau entonces, me alegro de haberte conocido….
- Yo también…..ah, y Shaná tová
- ¿Cómo sabés? – la inquirí sorprendido parado junto a la puerta
- Porque se te nota – declaró con una enorme sonrisa
- Ah – dije, y salí por la puerta, sin entender, pero feliz como un idiota, creyendo que estas cosas sólo pasaban en las novelas o las películas.
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