miércoles, 23 de enero de 2008

Mentes Lúcidas

Había tenido una estresante y fatigosa jornada laboral, así que cuando llegué a casa, me serví un oporto y seguidamente me derrumbé sobre el sofá del salón. El dulzor del licor me reconfortó y relajó, guiando mi mente hasta un estado de calma reflexiva acorde con mi, cada vez menos ejercitada, clarividencia de pensamiento. Pero el que tuvo, retuvo y si bien mi burocrático y tedioso trabajo hirió mortalmente mi natural condición de buscador de sueños todavía quedaba, dentro mío, un poso de lucidez que me hacía divergente con la mayoría de mis obtusos congéneres. De especular con los grandes interrogantes que nos persiguen desde tiempos inmemoriales, caí en el vago análisis de perlas sapienciales escuchadas en las últimas fechas: Un político, refiriéndose a un financiero que ahora pasaba a ser colega suyo, lo definió como “un tiburón que salía de la madriguera”, una actriz declaraba en Turquía cuánto amaba su capital; “Budapest”, un conocido periodista deportivo confundía “Caballería rusticana” con “Caballería Copernicana” y se maravillaba que, de la Costa Oeste de África, como “Jamaica” salieran portentosos velocistas y no ocurriera lo propio en la Este, una afamada contertulia de un programa de cotilleos, a santo no sé de qué, citó al “Jorobado de Rotterdam”, otra luminaria televisiva habló de la banda de los “Latin lovers” en vez de los “Latin Kings” ……………….
En fin, sonreí, me puse de pie y con otro oporto en la mano me miré ante el espejo a ver cómo sería mirar con un ojo cerrado porque, si en el País de los Ciegos, el tuerto es el rey, yo no merecía menos que ser primer ministro. Volví a sonreír y vacíe de un trago la copa.


PD: tampoco es autobiográfico y el compartido gusto por el oporto del protagonista y yo, es una mera casualidad.

jueves, 17 de enero de 2008

Hijo Pródigo

Apenas le quedaban unos días de vida y no quería pasarlos internado en un inmisericorde hospital. Prefirió retirarse a su casa de campo, alejado de todo y todos, con el teléfono desconectado, donde el cartero no llegaba y los días pasaban con la única finalidad de sentirse a sí mismo y analizar su existencia, desde que sus recuerdos se lo permitían, hasta estos instantes. No se casó, no tuvo hijos y sus escasas amistades desaparecieron hacía ya tiempo. Curiosamente, o no, su mente se empecinaba en recordar con especial entusiasmo a los perros que tuvo y que tanto cariño le otorgaron e hicieron más soportable su cotidianidad vacía y cargada de frustraciones.
Había nacido en el seno de una adinerada familia de la burguesía capitalina, cuando ya nadie le esperaba y sus progenitores barajaban seriamente la alternativa de la adopción. Se le mimó desde el mismo instante de su nacimiento y las altas expectativas en él depositadas fueron incumpliéndose, disculpadas por la bendición de su mera existencia.
Creció con pocos amigos, en un ambiente en exceso protegido y, apenas licenciado de la facultad, donde cursó estudios a su pesar y para contentar a sus padres, pasó a dirigir la fábrica familiar hasta que se jubiló. Desde entonces, dedicó su tiempo a su pasión filatélica y a aumentar sensiblemente su ya nada modesta biblioteca.
Ahora, sentando en el porche de la casa, contempla la inmensidad de la finca y pierde su vista en los últimos olivos del horizonte y espera la muerte, con sosiego, con calma y con el convencimiento de que sus días se cumplieron.

viernes, 4 de enero de 2008

Día libre

Había solicitado el día libre en la oficina para ocuparme de la tediosa tarea de renovar el carnet de identidad. Madrugué, me duché, afeité y desayuné con calma un zumo de naranja y un café bien cargado mientras la radio susurraba noticias que me entraban por un oído y salían por el otro. Veinte minutos más tarde, según me acercaba a la comisaria, una multitud alineada desordenadamente confirmaba mis peores presagios: todos los boludos del barrio se habían citado ese día para hacer lo mismo que yo, así que sin pensarlo dos veces, desistí de mis intenciones y me di la vuelta. Compré el periódico en un kiosco cercano y me dirigí hacia un bar cercano al que acudo cada tanto. Por el camino me cruce con dos o tres individuos que parecían entrenarse para algún concurso de escupitajos, no de ésos de a ver quién escupe más lejos, sino quién resulta más asqueroso. Deseé con todas mis fuerzas que se ahogaran con su saliva y sus espesas mucosidades pero, nuevamente, D-i-os no atendió mis ruegos y sonreí cuando se me ocurrió que a ver quién era el guapo que, en caso de ahogo, les iba a hacer el boca a boca. Por fin llegué al local, con la mente aún resentida por evocaciones sonoras tan poco gratas, y me senté en un taburete al fondo de la barra. Abrí el periódico y disfruté de la lectura y un café con leche hasta que un grupito de cuatro personas, compañeros de oficina según deduje, tomó posiciones al lado mío. A partir de ahí, decidí dedicarme a resolver el crucigrama y dejar la detallada degustación de los artículos de opinión para más tarde. El ruído iba en aumento, como si los muy desgraciados no se escucharan, juntos como estaban, y el nivel de sus comentarios era tan ínfimo, que no pude dejar de pensar en el sabio Mark Twain cuando dijo aquello de: “Más vale estar callado y parecer tonto, que abrir la boca y disipar las dudas”.
Pedí un segundo café, y el grupito fue sustituído por un par de mecánicos de pelo en pecho, uñas negras y esclava de oro en la muñeca. Uno de ellos, se empeñaba en mojar las porras en el café con leche, girando prodigiosamente el cuello para engullir, sorbiendo sin pudor y dejando la barra llena de goterones. El otro, se tomó una copita de coñac de un trago e hizo algo que rara vez volveré a contemplar en mi vida: había pedido un picho de tortilla y cortando grandes trozos con el cuhillo, los pinchaba a continuación con el tenedor y finalmente sumergía en el café con leche ¡¡¡.
Decididamente me había equivocado de bar, o de día, así que pagué y salí a la calle. Por el camino de vuelta a casa, más tipos escupiendo, conductores sonando las bocinas como condenados y tirando colillas de cigarrillos por las ventanillas, marujas arrastrando carritos de la compra ataviadas con chándal y zapatos de tacón, dueños de perros que paseaban a sus mascotas y no recogían sus deposiciones y un largo etc. de conciudadanos notoriamente en mis antípodas cívicas, me estimularon a acelerar el paso deseoso de llegar a mi domicilio donde encontraría, sino la paz absoluta, al menos cierto alivio y, con suerte, el sueño. Sólo una cosa más me hacía falta: que ni el cartero comercial ni los Testigos de Jehová llamaran a mi timbre.