Tumbado en la cama, escuchando canciones del viejo crápula Serge Gainsbourg, mato el tiempo y el pensamiento, mirando el techo y esperando que me caiga una gentileza del azar. La fe en un milagro desaparece pronto, dando paso a la nostalgia y la melancolía. Pienso en la cantidad de cosas que perdí en el curso de mi vida; el tiempo malgastado, las personas que murieron, las que me abandonaron, y lo que pudo ser, no es, y jamás será.. Me levanto de golpe, acuciado por la angustia que me provoca la constatación de que mi existencia es un gran fracaso y que he optado por concretarme en la peor probabilidad entre infinitas de haber sido. Me acerco al espejo de la pared, y éste me devuelve un rostro pálido, ojeroso y cargado de saudades. Aparto la mirada, espantado, y me visto; un vaquero gastado y una camisa con el cuello sucio y raído. Salgo a la calle, mal vestido, sin duchar ni afeitar, mucho más preocupado por las cuestiones de fondo de mi vida, que por cualquier frivolidad estética. Camino sin rumbo,repitiéndome mentalmente una certera y lúcida frase de mi compatriota Graciela Borges: "los que pasean, no se suicidan". Sigo caminando y todo lo que me rodea me parece gris y feo, incluyendo los seres humanos con los que me cruzo. Me gustaría que lloviera fuertemente. Las calles quedarían desiertas, limpias, e impregnadas de un placentero olor a tierra mojada. No hay suerte, como no podía ser de otra forma, y el sol continúa reinando en lo alto.Cansado de caminar, compro un periódico y entro a tomar café en una gasolinera (de las pocas que quedan dentro del casco urbano). No asimilo las noticias que leo y resuelvo un crucigrma con insultante facilidad. A mi izquierda, un hombre, o algo similar que me hace pensar que si venimos del mono, él lo hizo por un atajo, moja las porras en su café con leche, dejando la barra llena de goterones. A pesdar de que agacha la cabeza y gira el cuello, no puede evitar el goteo sobre la misma tras un largo trayecto del líquido a través de su antebrazo hasta el codo (punto de caída). Termina su desayuno y lo remata con una copa de coñac que apura de un golpe. Se limpia la boca con el dorso de la mano y exclama un "Ah" de satisfacción. Un hombre ordinario de gestos ordinarios. Un hombre que por la noche verá el fútbol por tv, en camiseta de tirantes, pantalón de chándal y pantuflas a cuadros, bebiendo cerveza directamente del gollete y manchándose con el escabeche de los mejillones de lata. Su esposa será encantadora, pero de su apareamiento no saldrá ninguna luminaria de occidente.Abandono la gasolinera y retomo mi estéril caminata. Presto más atención, no se para qué, a las personas que pasan a mi lado. Viejos con palillos en los labios, sudamericanas de cuerpos achaparrados y ropas ajustadas, con más colorido que la bandera de Camerún, empleados de inmobiliarias clónicos en sus trajes mal llevados, el pelo corto y los zapatos en punta color tostado, niños prematuramente obesos con la camiseta del Real Madrid, y adultos de rostros amorfos y rasgos romos, que me recuerdan ciertas hogazas de pan. Paso por delante de un par de club y las señoritas de moral elástica que custodian la puerta ni siquiera me miran. Por un momento, engañado por la vanidad, me creo que es porque piensan que no necesito pagar para tener sexo pero, dado mi aspecto, más bien se deba a que piensan, con sobrada razón, que no tengo un duro.Harto de caminar y desertando de la esperanza que me ocurra algo significativo paro un taxi para regresar a casa. Voy a tumbarme en la cama a escuchar a Gainsbourg y mirar el techo porque, pasear, es para los que no se suicidan.
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martes, 13 de febrero de 2007
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