Enrique Kupferminc tenía 40 años y permanecía soltero, no por falta de éxito entre el género femenino sino justamente por lo contrario. Su capacidad de seducción atinaba siempre en el blanco de un mismo patrón de mujeres: las locas, realidad esta que, de tanto repetirse, provocaba las burlas de sus hermanos y la resignación de sus padres. “En algún lugar debe haber alguna mujer normal esperándome” se repetía cada tanto para convencerse, mientras el desfile de las susodichas continuaba su marcha con apenas pausa. Divorciadas enganchadas a sus ex maridos, maduras que fantaseaban con recuperar a su primer novio, etéreas que creían en el amor como energía vital e inextinguible del universo, adolescentes atormentadas, separadas culposas o mujeres obsesionadas por la astrología y el esoterismo constituían el ejército de féminas que sucumbieron a sus encantos.
Primogénito de un matrimonio formado por un ex legionario reconvertido en respetado anticuario y la hija de un rabino de Buenos Aires, había consumido la mitad de su vida (vaya uno a saber) sin haberse topado con un amor verdadero, lo cual le inmunizaba contra la mítica idea de encontrar a “la mujer de su vida”. Él, nada pretencioso, se conformaba con mucho menos. Exactamente, con que no fuera una “loca”.
miércoles, 13 de febrero de 2008
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